jueves, 22 de agosto de 2013

La realeza y la etiqueta no siempre fueron de la mano


La realeza y la etiqueta no siempre fueron de la mano como generalmente se cree. En la historia hubo reyes bárbaros y emperadores tan sabios o prudentes como cualquier burro; que más bien, se iban refinando o adoptando mejores modales, a medida que tenían que recibir, atender y negociar con emisarios de reinos rivales. Aún en la edad media y comienzos del renacimiento, los mismos reyes franceses odiaban las formas protocolarias. El gran cambio sobrevino bajo el reinado de Luis XIV, el Rey Sol.

Luis XIV amaba la vida de la corte, se complacía del esplendor de Versalles y se veía gigante, imponente, omniscente entre tanto espejo. Él sin duda era el Sol y había nacido para reinar (al menos eso le enseñaron desde niño), y todo el universo debía girar alrededor de su persona. Así, con esta mentalidad, fue que reorganizó y desarrolló la etiqueta real de acuerdo con sus propios gustos; etiqueta que empezaba muy temprano, desde que el monarca se dignaba en abrir los ojos. Pero seamos testigos de un día normal del Rey Sol. Asistamos al momento en que Luis XIV despertaba y empezaba su ardua faena:

Era deber del jefe de mozos personales separar las cortinas de la cama real por la mañana. Su Muy Cristiana Majestad se dignaba abrir un ojo, y luego el otro. Los mozos sólo permitían el paso a los dignatarios autorizados a presenciar la solemne ceremonia. Entraban los príncipes de sangre seguidos por el Chambelán Principal, el Gran Maestre del Guardarropa y cuatro chambelanes comunes de la corte. Del mismo modo que el sol era el centro del sistema solar, el Rey Sol lo era de su corte. 

 


Luis XIV (1638 - 1715)


Después de una breve plegaria, el jefe de mozos derramaba sobre las manos reales unas pocas gotas de eau de vie perfumada, a manera de ablución, de "purificación espiritual". Ya purificado, el Primer Chambelán ofrecía primero las zapatillas reales, luego entregaba la bata real al Gran Maestre del Guardarropa, y ayudaba a Su Majestad a ponérsela. Con la bata puesta, el rey se sentaba en su sillón. El barbero de la corte le quitaba el gorro de dormir real (no es broma) y peinaba los cabellos del monarca, mientras el primer Chambelán sostenía un espejo.

Todos los rituales de Versalles tenían su significado e importancia. Acomodar las zapatillas en el pie real o ayudar a Su Majestad a ponerse la bata, representaban señalados favores que el resto de cortesanos envidiaban amargamente. Esta ceremonia matinal era conocida como "Le lever du roi" (el despertar del rey), y el estricto orden que se seguía fue establecido por el propio Luis XIV, y debía ser acatado sin el más leve desvío. Hasta el día en que el rey murió, el primer chambelán siempre le puso siempre las zapatillas, y el Gran Maestre del Guardarropa se ocupó de pasarle la bata. Proponer un cambio en el ceremonial era inconcebible y habría sido visto como traición al Rey Sol, como una revolución. 

 


Cámara real y lecho de Luis XVI (nótese el pasamano dorado)

Bueno, Le lever era la primera parte, el aspecto íntimo de la mañana (o de cualquier hora al despertar). Seguía luego el segundo acto, más solemne aún: Los uniformados que hacían guardia en la entrada de la habitación abrían las amplias puertas para que entrara la corte. Duques y nobles, embajadores, mariscales de Francia, Ministros de la Corona y de la iglesia, los presidentes de los parlamentos y dignatarios de todo tipo y pelaje. Todos ocupaban lugares cuidadosamente establecidos de antemano, del lado exterior de la barrera dorada que dividía el dormitorio en dos partes, y contemplaban el espectáculo con silenciosa ansiedad. Era ni más ni menos que una obra teatral de gran gala, en la cual, el primer papel, siempre era el del rey.

El protocolo continuaba: El rey se quitaba la bata, ayudado por el Gran Maestre del Guardarropa por la derecha, y el jefe de lacayos a la izquierda. La bata era una prenda menos trascendente que la camisa de dormir. Mucho más complejo era el acto en el que el rey se despojaba de la pijama y se ponía la camisa de día. Un caballero de la cámara real se la entregaba al primer chambelán, quien a su vez, se la pasaba al Duque de Orleáns (hermano del rey). El rey recibía la camisa de manos del duque, se la ponía sobre los hombros, y con la ayuda de dos chambelanes se quitaba la camisa de noche y se acomodaba la del día.

Los cortesanos ayudaban a Su Majestad a acicalarse, a ponerse los zapatos, a asegurar las hebillas de diamantes, a colgar la espada y la cinta de la orden elegida por el monarca. El Gran Maestre del Guardarropa (generalmente el duque francés de más edad) desempeñaba un papel importantísimo: sostenía en sus manos las ropas usadas el día anterior, mientras el rey sacaba de los bolsillos pequeños objetos de uso diario y los ponía en los que estaba vistiendo. También presentaba al monarca, en una bandeja de oro, tres pañuelos bordados, para que el rey eligiese uno; y por último le entregaba el sombrero real, los guantes y el bastón. 

 


El rey abandonaba su habitación y los cortesanos lo seguían, pero en su recamara seguía aún desarrollándose una breve “ceremonia secundaria”. Era preciso arreglar el lecho real, pero jamás apresuradamente, como solemos hacerlo la mayoría de mortales. Este procedimiento tenía también sus reglas escritas. Un lacayo se colocaba a la cabecera de la cama, otro a los pies, y era sólo "el tapicero" de palacio quien podía arreglar el augusto lecho. Además, debía hallarse presente uno de los chambelanes, vigilando que se cumplan las reglas de la operación y evitando cualquier anomalía. La cama, al igual que el resto de muebles y artículos de uso cotidiano, debía ser tratada con el debido respeto. Quien pasara la barrera dorada que dividía la cámara, estaba obligado a realizar una genuflexión ante el sagrado lecho.

Esta costumbre del "despertar" se convirtió en tradición real y fue adoptada por muchas cortes europeas. El alemán Johann Küchenbecker describe en 1732 una ceremonia semejante en el Palacio de Hofburg en Viena. La única diferencia aquí, era que el rey cumplía la ceremonia en una habitación cercana a la suya, a la que entraba cubierto con una bata. Allí, sus chambelanes lo vestían, lavaban y peinaban. El Lever de los Habsburgo llegó a ser más exclusivo que el de Versalles; no se admitía a nadie sin un examen estricto de sus antepasados y de la pureza de su sangre. 

 


Luis XIV, el Rey Sol

A pesar de ser muy formal y estricto, Luis XIV muchas veces enternecía y mostraba destellos de su infinita bondad. Si el día estaba nublado (cosas del invierno), o simplemente si se necesitaba luz, se daba también la oportunidad a algún miembro del público de participar en el lever. El chambelán principal preguntaba en voz baja al rey quién debía sostener el candelabro. Su Majestad nombraba a éste o a aquél dignatario, el cual, con el pecho henchido de orgullo se encargaba de sostener el candelabro de dos brazos durante el tiempo que durase el asunto. Esto de los candelabros de dos velas tenía su importancia, porque Luis XIV había regulado también el empleo de velas y candelabros en el sistema de etiqueta de Versalles. Sólo el rey tenía derecho a un candelabro de dos velas, los demás debían contentarse con un candelabro de un brazo. Este principio fue aplicado en todos los aspectos de la vida. Por ejemplo, a este rey le gustaban las chaquetas con bordados gruesos de oro, por lo tanto, hubiese sido inconcebible que cualquier cortesano (o francés) usara algo parecido. 

 


Chaqueta bordada con oro y plata de Luis XIV (conservada en Versalles)

Este tipo de chaqueta con recamados de oro y plata enloquecían al rey. Le gustaban mucho y tenía sus propios artesanos especializados en su laborioso bordado. Algunas veces, como raro favor, otorgó el honor de que ciertos meritorios individuos, recamaran de oro sus chaquetas. Se extendía un permiso escrito, firmado por Su Majestad y refrendado por el Primer Ministro. Esas chaquetas deberían ser azules y tenían un nombre especial: justaucorps á brevet, chaquetas certificadas. Es como si ahora fuese un honor (además de caro y prohibido) para los ecuatorianos, usar las camisas bordadas que suele ponerse el presidente Rafael Correa. Camisas muy bonitas, por cierto. Los aristócratas, dominados por la vanidad, consideraban como un favor del rey el permiso de usar estas prendas, eran lo máximo porque "significaba" que eras un gran pana del rey, que pertenecías a la créme de la créme, que eras la última coca cola del desierto, etc. 

 


Las Joustacorp á brevet, las famosas chaquetas registradas

Las blue jacket llegaron a ser tan cotizadas como un Collar de la Orden de San Luis. Hay que destacar, ya que aquí se trata de conocer los pequeños detalles, que por aquel entonces se llevaban las chaquetas sobre el jubón, que era un camisón que te ceñía desde los hombros a la cadera. Luego te ponías la casaca azul, y sobre ella, te ajustabas una correa de cuero que cruzaba desde el hombro derecho hasta el lado izquierdo de la cintura, donde colgabas tu espada. Una elegancia total. 

 


Complementando el atuendo, te ponías una especie de cinta de encaje alrededor del cuello, y terminabas el estilo fashion mimadodelrey con un sombrero que podía tener plumas o un bonito moño. Esta moda de vestir, que duró hasta 1684, prevaleció en toda Europa, con excepción de España y Portugal. El resto de Europa se enorgullecía de imitar a la corte de Luis XIV.

Aún más complicado era el ceremonial de la mesa. Cuando llegaba el momento de la comida de Luis XIV, el mozo principal (ujier) golpeaba con su bastón la puerta de los Guardias Reales, y reclamaba en voz alta: “¡Caballeros, cubierto para el Rey!” Cada uno de los oficiales de la Guardia Real recogía el plato o cubierto que le había sido encomendado, y la procesión se encaminaba hacia el gran salón comedor; a la cabeza marchaba el ujier principal, luego los oficiales, y a ambos lados los guardias. Depositaban la carga sobre la mesa de servicio, y "por el momento" sus funciones habían concluido, porque tender la mesa, era tarea de otros funcionarios de la corte. Una vez que habían cumplido su misión, el chambelán de servicio cortaba el pan e inspeccionaba la vajilla. Después de comprobar que todo estaba en orden, el mozo principal rugía nuevamente: “¡Caballeros, carne para el rey!” Los guardias se ponían en posición de firmes y cierto número de dignatarios de la corte marchaban a la habitación vecina donde examinaban atentamente los platos destinados a la mesa real. El chambelán de la corte los disponía en correcto orden; luego tomaba dos rebanadas de pan y las empapaba ligeramente en la salsa o jugo de las viandas. Probaba una y ofrecía la otra al mayordomo principal. Si estos dos altos dignatarios consideraban que los platos tenían buen sabor, la procesión se formaba nuevamente; a la cabeza se colocaba otra vez el ujier principal con su bastón, detrás el chambelán de la corte con su vara de oro, luego el chambelán con un plato, el mayordomo principal con el segundo, el inspector de la cocina real con el tercero, y detrás varios dignatarios de diferentes categorías. Los platos eran escoltados por guardias armados de carabinas...era el protocolo. 

 


Una vez que los alimentos habían llegada al comedor, se anunciaba al rey -por medio de otras formalidades estrictamente prescritas- que el almuerzo o la cena estaban servidos. El servicio de la mesa era tarea de otros seis nobles chambelanes. Uno cortaba la carne, otro la servía, el tercero la ofrecía, y así sucesivamente. Cuando el rey deseaba beber, el copero de la corte exclamaba: “¡Bebida para el Rey!” El asignado doblaba la rodilla frente a Su Majestad, se dirigía a la alacena y recibía del bodeguero de la corte una bandeja con dos jarros de cristal. Uno contenía vino, el otro agua. Otra genuflexión, y entregaba la bandeja al chambelán encargado del servicio; este último mezclaba un poco de vino y agua en su propio vaso, probaba el líquido, y luego devolvía la bandeja al copero. Después de este procedimiento solemne y ceremonioso el rey podía beber. Y así, con cada plato se repetía la misma ceremonia. 

 


Cuando el día tan minuciosamente regulado terminaba y el rey se retiraba a sus aposentos, se repetía la ceremonia del lever, pero a la inversa, como rebobinando un rollo de película. Se diferenciaba en que su lavatorio eran un poco más abundante que en la mañana. Se disponía una toalla sobre dos bandejas de oro, cuyo extremo estaba húmedo y el otro seco. El rey utilizaba la parte húmeda para frotarse la cara y las manos, y se quitaba la humedad con la parte seca de la toalla. Puedo parecer cansino, pero hay que subrayar que la presentación de la toalla, como era función muy honrosa, esta estaba reservada a los príncipes por consanguinidad, es decir, hermanos o cuñados. La etiqueta de la corte distinguía los diferentes aspectos de este sencillo acto con minuciosa delicadeza. Si también estaban presentes los hijos o nietos del monarca, la toalla pasaba de manos del chambelán principal al príncipe de más elevada jerarquía.

Esta cotidiana idolatría necesitaba de un enjambre de dignatarios y funcionarios de la corte, de complicados y extensos títulos. Por ejemplo, sólo la cocina real ocupaba 96 supervisores nobles, entre ellos 36 mayordomos, 16 inspectores, 12 chambelanes y un chambelán principal. El personal total de la cocina sumaba 448 individuos, sin contar los servidores empleados en ella y los servidores que atendían a los servidores.

Luis XIV introdujo en Versalles un sistema que regulaba las jerarquías y funciones y que perduró hasta la Revolución Francesa. Creó nuevos puestos para su propio servicio y aseo personal, entre ellos el de Gran Maestre del Guardarropa. Restableció las normas establecidas por Francisco I para los grandes banquetes (lavarse las manos, usar tenedor) y aumentó su número de comensales. Doce de aquellos mesones estaban reservados para los oficiales que cenaban en la presencia del rey, y a los que se atendía con el mismo cuidado y derroche que al soberano. Pero, estos nuevos puestos, esta nueva burocracia de palacio no eran gratuitos, como veremos más adelante. El honor de cenar o vivir cerca del rey, tenía su costo.

Tal incremento de servidores y jerarquías cortesanas, también tenía lo suyo, y aunque no lo parezca, se hacía por el bien de las finanzas del reino. Me explico: En la deslumbrante corte de este vanidoso rey, vivía uno de los pocos hombres equilibrados de la época: Jean Baptiste Colbert, su Ministro de Finanzas. Se le ocurrió a Colbert que, si a los nobles les gustaba estar en la corte, bien podía establecerse un impuesto sobre ese derecho, un impuesto a la vanidad. Y dio resultado. Colbert vendía los títulos y las jerarquías de la corte. Un título barato era el de maestro de cocina que costaba sólo 8.000 francos. Obviamente estos los precios aumentaban, en proporción al grado de importancia. Así tenemos que, si querías ser el mayordomo principal, por ejemplo, debías pagar 1'500.000 francos, ahí cash, uno sobre otro; luego podrías ya pavonearte con tu deslumbrante puesto, y tu supuesta cercanía al rey. 

 


Colbert confirió a estas inversiones, cierto aire de respetabilidad prometiendo pagar a los compradores de títulos un pequeño interés anual sobre el capital que entregaban. Sin duda, recibían el interés, pero los compradores sabían muy bien que jamás volverían a ver su capital, era claro, pues nunca querrían salir de la corte por decisión propia. Algunos nobles y no tan nobles que invirtieron, necesitaban también mantener sus otras propiedades, amantes e hijos, así que trataron de compensarse por otros medios. A la final, si estabas en Versalles, te codearías siempre con los mejores contactos. De acuerdo con los cálculos de los historiadores, estos inversores robaron cinco veces más que el interés de la inversión realizada. 

 


Jean Baptiste Colbert

Un detalle paradójico a tomar en cuenta, es que en un palacio tan erguido y solemne se podía circular libremente por los parques, jardines y bosquecillos, por las galerías y salones, incluso por los espaciosos apartamentos del rey. Este privilegio lo había impuesto Luis XIV para que sus súbditos pudieran admirar, embobados, su grandeza sin par, solar y magnificente. Así, en 1774, se publicó para uso de los visitantes una minuciosa y extasiada descripción del palacio y de sus ya famosos jardines, lo que constituía una de las primeras guías turísticas que se hayan conocido. Es decir que, con aquel libro en la mano, se podía entrar libremente –y también sin él aunque con menor conocimiento-, pese a la gran cantidad de guardias que había en palacio (Mosqueteros Negros y Grises, Guardias Suizos, Guardias de Corps, Guardias Franceses). Quizá debido a esa misma abundancia de tropas, tan abigarradas y coloridas, fue que a la hora de la verdad resultaron ineficaces.

 


Los Jardines de Versalles
Por otro lado, a los visitantes no se les exigía documentos –que tampoco existían- y cualquiera podía alquilar o pedir prestado un sombrero y un corbatín, o una inútil espada doncella para ceremonias. Y una dama que fuera bien vestida, aunque fuera de aldeana acomodada, circulaba sin el menor impedimento. Así pues, cualquiera podía contemplar el petit couvert del rey, o verle jugar a la pelota, o asistir a las presentaciones de la corte. Todo ello, desde luego, mientras fueron tiempos sosegados, antes de la insólita revolución de aquellos incómodos pensadores.

Todo esto podría haber sido un fenómeno sin importancia, un capítulo ridículo pero secundario de la historia de la estupidez humana, sin embargo, su costo fue enorme, no sólo para Francia sino para Europa en general. Por doquier aparecieron pequeñas (y a veces no tan pequeñas) reproducciones de la corte de Versalles. Los pequeños príncipes alemanes, así como los grandes duques y los nobles italianos quisieron imitar al Rey Sol. Innumerables dominios y principados se arruinaron debido al estúpido deseo de emular a un enfermo vanidoso.

Para perpetuar y mantener sus fatuos rituales, esta gente mató de hambre a su pueblo y hasta llegaron hasta a vender sus propios soldados, quienes terminaron sus días en tierra extranjeras, defendiendo a otros reyes. Las innumerables guerras de los monarcas europeos se originaron principalmente por este sentimiento de vanidad. El Rey Sol podría sentirse orgulloso; fue el centro no sólo de su corte y de Francia, sino que dejó infectado de fanfarronería al continente que se decía "el mundo civilizado".